lunes, 9 de diciembre de 2013

Infelicidad (Alessandro Baricco)

Hervé Joncourt vivió todavía veintitrés años más, la mayor parte de ellos con serenidad y buena salud. No volvió a alejarse de Lavilledieu ni abandonó jamás su casa. Administraba sabiamente sus haberes, y ello le mantuvo para siempre al abrigo de cualquier ocupación que no fuera el cuidado de su parque. Con el tiempo, empezó a concederse un placer que antes se había negado siempre: a quienes venían a visitarle les relataba sus viajes. Escuchándole, la gente de Lavilledieu aprendía el mundo y los niños descubrían lo que era la maravilla. Él narraba despacio, mirando en el aire cosas que los demás no veían.
El domingo se dejaba caer por el pueblo, para la misa mayor. Una vez al año recorría las hilanderías, para tocar la seda que acababa de nacer. Cuando la soledad le oprimía el corazón, subía hasta el cementerio para hablar con Hélène. El resto de su tiempo lo consumía en una liturgia de costumbres que conseguía preservarle de la infelicidad. De vez en cuando, en los días de viento, bajaba hasta el lago, y pasaba horas mirándolo, puesto que, dibujado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.


Infelicidad (Alessandro Baricco)
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Seda
Alessandro Baricco (Turín, 25 de enero de 1958)

Editorial Anagrama, 1997


Esta no es una novela. Ni siquiera es un cuento. Esta es una historia. Empieza con un hombre que atraviesa el mundo y acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada de viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe. Se podría decir que es una historia de amor. Pero si solamente fuera eso, no habría valido la pena contarla. En ella están entremezclados deseos y dolores que se sabe muy bien lo que son pero que no tienen un nombre exacto que los designe. En todo caso, ese nombre no es amor. Esto es algo muy antiguo. Cuando no se tiene un nombre para decir las cosas, entonces se utilizan historias.

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